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domingo, 23 de agosto de 2015

Nicolás Avellaneda

El corazón sano de Nicolás Avellaneda no albergó rencores contra nadie. Repudió toda violencia y practicó siempre el diálogo y el perdón.


Que un hombre cuyo padre fue degollado sin juicio alguno, rechace sistemáticamente toda apelación a la violencia y se incline siempre por el perdón y por el olvido de agravios, es ciertamente un caso muy raro. Así ocurrió con el doctor Nicolás Avellaneda. Su trayectoria en las más altas funciones públicas es sin duda memorable. Pero no suele destacarse esa ausencia de resentimientos como nota singular de su carácter, bastante rara tanto entonces como hoy. Intentamos hacerlo, en las líneas que siguen.

Son conocidos los datos biográficos de Avellaneda. Nació en Tucumán en 1836 y murió cerca de las costas uruguayas en 1885, en el barco que lo traía desahuciado de Europa. Abogado y doctor en Derecho, se inició muy joven en la vida pública, en Buenos Aires: periodista político, legislador, ministro del gobernador Adolfo Alsina y ministro de la presidencia Sarmiento, su carrera culminó con la primera magistratura de la República, de 1874 a 1880.

En su transcurso, dispuso –para dar sólo tres ejemplos de envergadura- la Campaña del Desierto, la prolongación del ferrocarril hasta Tucumán y la ley que instaló la Capital Federal en Buenos Aires.
Al terminar su mandato, fue senador nacional por Tucumán y rector de la Universidad de Buenos Aires. El prolongado servicio cívico no le impidió destacarse como orador, como crítico literario y como uno de nuestros grandes prosistas del siglo XIX.

Como se sabe, su padre era el doctor Marco Manuel de Avellaneda, fogoso animador de la Liga del Norte contra Rosas, formada en 1840 y aplastada al año siguiente en la batalla de Famaillá. Tras esta derrota, trató de exiliarse en Bolivia, pero fue capturado y degollado en Metán por orden del jefe rosista vencedor Manuel Oribe. Tenía entonces 28 años y dejaba una viuda con cuatro criaturas. Como feroz escarmiento, Oribe dispuso que su cabeza fuera exhibida en la plaza de Tucumán, clavada en una pica.

En ese momento, Nicolás era un niño que acababa de cumplir cinco años. Es decir que la primera información que llegó a su mente, al adquirir uso de razón –en el destierro de la ciudad boliviana de Tupiza- fue la del terrible fin de su padre.

Hubiera sido comprensible que eso lo llenara de odio y de rencor para siempre. Pero no ocurrió así, ni en su alma, ni en su hogar. Y esto último a pesar de que Carmen Nóbrega, la porteña con quien se casó en 1861, era hija de Juan Nóbrega, también ultimado a puñaladas por la mazorca rosista en su quinta de Barracas.

El hijo del mártir no era proclive a exhibir esos antecedentes. “Desde que era niño me propuse, por regla de conducta, no mencionar jamás el nombre de mi padre, ni pedir a su memoria gloriosa que me cubriera en mi desvalimiento, que fue grande en muchas ocasiones. Después de tantos años que hablo y escribo delante del público, no lo he nombrado sino una vez, en un discurso juvenil y cediendo a impresiones que no pude contener”, escribió al doctor Mariano Benítez en 1877.

A lo largo de toda su existencia, Avellaneda tuvo claro que debían abandonarse las armas, y que solamente el dialogo y la tolerancia eran aceptables para presidir las relaciones entre los argentinos.

Cuando era ministro de Justicia de la Nación, en 1872, propiciaba que se desterrase la prisión por deudas y se redujera la penalidad de los delitos fiscales. Ese criterio debía impregnar también al Estado: en 1869, por ejemplo, tachaba de “doctrina funesta” el antagonismo entre los poderes públicos, porque “no hay poderes antagónicos, sino poderes coordinados para promover el bien común”.

Elegido presidente de la República en 1874, en el gran homenaje que le tributaron en el Teatro Variedades, anunció que “no llevaré el concurso de una poderosa inteligencia, pero desempeñaré mis deberes presidenciales con caridad para todos, sin malevolencia para nadie”.
No se ignora que asumió la alta magistratura en medio de la revolución armada de los porteños. Al entregarle la banda y el bastón, Domingo Faustino Sarmiento recalcó su índole pacífica. “Sois el primer presidente –le dijo- que no sabe disparar una pistola; y entonces debéis incurrir en el desprecio soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas”…

Ni bien vencida la revolución –en las acciones de La Verde y de Santa Rosa- modificó el fallo de los Consejos de Guerra, primero disminuyendo drásticamente las penas de destierro y finalmente amnistiando a todos los rebeldes. No pudo conmutar la sentencia de muerte del general José Miguel Arredondo, vencido y capturado en Santa Rosa. Pero no tomó medida alguna cuando el general Julio Argentino Roca miró al costado y permitió la fuga de Arredondo.

Insistió en que las leyes de amnistía sólo funcionan “cuando son en verdad leyes de olvido”, y exhortó a las autoridades de la Nación y las provincias a olvidar y “abrir lealmente para todos las puertas de la vida pública”.

Vino en 1876 a Tucumán para inaugurar el fantástico adelanto del ferrocarril. Al regreso, envió una carta de despedida al gobernador, con un abrazo a todos los amigos. Subrayó que “a todos, porque no reconozco, en las divisiones efímeras de la política, el poder separar a los que han compartido las primeras afecciones de la vida, la santidad de los mismos recuerdos, la lección del maestro y la lumbre del hogar”.

Al año siguiente, proclamó la inédita política de la “conciliación de partidos”. Entendía que “no podemos decir al adversario: entre nosotros y vosotros nada hay común fuera de la tierra que nos sustenta. La caridad es humana, la fraternidad patriótica y la conciliación es un deber cívico cuando sólo se trata de vivir en paz bajo el imperio de la ley, puesto que caben sobradamente dentro de ella todos los disentimientos legítimos”.

Le costó enorme trabajo mantener esa tesitura durante varios meses, incluso incorporando a su gabinete a hombres de la oposición. Insistía: “aunque la pasión nos ciegue, no volvamos a efectuar actos que caven abismos entre nosotros. No pronunciemos, a propósito de disensiones transitorias, palabras irreparables”.

Iba concluyendo su mandato, cuando el empecinado porteñista Carlos Tejedor asumió el gobierno de Buenos Aires. Como aún no estaba establecida allí la Capital, trataba a Avellaneda como “huésped”. Y cuando se inició la indetenible carrera de Julio Argentino Roca hacia la presidencia, Tejedor empezó a armar fuerzas para detenerlo.
Avellaneda se prodigó en interminables reuniones para lograr una solución pacífica. No pudo conseguirla.
Por esto y por su eterna actitud conciliadora, adversarios y aun amigos lo consideraban vacilante e irresoluto. En carta a Dardo Rocha, el general Roca deploraba “las debilidades de nuestro amigo Avellaneda” y afirmaba que “sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez por todas, esta nacionalidad argentina”.

Cuando los rifleros de Tejedor se preparaban a embestir contra su presidencia, Avellaneda no tuvo más remedio que trasladarse a Belgrano y ordenar desde allí que las fuerzas nacionales reprimieran el alzamiento. Triunfante sobre los rebeldes, regresó a Buenos Aires en silencio, para no humillar a los vencidos.

El 12 de octubre de 1880 transmitió el mando al general Roca, elegido por amplia mayoría. Al entregarle las insignias, dijo: “los tiempos han sido tormentosos, y bajo su ruda influencia he podido a veces preguntarme si había debido ambicionar o aceptar el Gobierno. Pero no me he arrepentido nunca de haberlo ejercido con equidad constante y con benevolencia casi infatigable”.

Nadie podía discutir la verdad de esta afirmación, confirmada hasta el cansancio en todos sus actos. Según Groussac, Avellaneda poseía una inteligencia “eminentemente comprensiva” y practicó sin desmayo aquella noble máxima de Madame de Staël: “comprender todo es perdonarlo todo”.
Cuatro años más tarde, la enfermedad renal que padecía lo obligó a viajar a Europa, buscando inútilmente un alivio. Durante el sombrío viaje de regreso a la patria, le llegó la muerte a la altura de la isla de Flores, el 27 de noviembre de 1885.
El diario uruguayo “La Situación” narró sus últimos momentos. Se confesó con el padre Letamendi, y pidió que su esposa estuviera a su lado. “Deseaba que escuchase la primera parte de su confesión para transmitirla íntegra a sus hijos como legado fúnebre, y como prueba de que él jamás había delinquido y que les dejaba una memoria honrada y sin sombras”.

Hijo y yerno de mártires de la guerra civil, el corazón sano de Nicolás Avellaneda le permitió despegarse de todo encono. Miró hacia adelante con confianza en las soluciones civilizadas y con eterno repudio a las venganzas y a la lucha armada.

Silvano Bores lo dijo con elocuencia: “El hombre que al bajar del puesto más elevado en el gobierno de su país, deja cerrada para las causas políticas esa senda del cadalso y del destierro que amargara los días tempranos de su niñez perseguida, merece vivir en el corazón de sus conciudadanos”.

Fuente: Raúl Hill

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